José María
Arguedas
La Agonía de
Rasu-Ñiti*
ESTABA TENDIDO en el suelo, sobre una
cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por
la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz
grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del
bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía
afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de
papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos
y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un
indio. Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza,
sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La
luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían
sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.
—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy
oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo!, dijo el dansak'. "Rasu-Ñiti"1 Se
levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de
dansak' y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a
tocar las tijeras. Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de
molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron. La mujer del bailarín
y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.
—Madre, ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese
canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
— ¡Es tu padre! —dijo la mujer.
Porque las tijeras sonaron más vivamente, en
golpes menudos. Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.
"Rasu-Ñiti" se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de
espejos.
— ¡Esposo! ¿Te despides? —preguntó la mujer,
respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaban
temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. ¡Llamen al "Lurucha"
y a Don Pascual! ¡Que vayan ellas!
Corrieron las dos muchachas. La mujer se acercó
al marido.
—Bueno. ¡Wamani2 está hablando! —dijo él—. Tú
no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el
pantalón. ¿Adonde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí
está!
Sobre el fuego del sol en el piso de la
habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka3 que viene un poco
antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su
fuerza, porque voy a estar bailando. Se puso el pantalón de terciopelo,
apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas.
Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro.
Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban
espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía
desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.
La mujer se inclinó ante el dansak'. Le abrazó
los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le
cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela del
pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del
tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak' "Rasu-Ñiti",
cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz en las fiestas de
centenares de pueblos.
—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza?
—preguntó el bailarín a su mujer.
Ella levantó la cabeza.
—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está
ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los
tipis de maíz del corredor! ¡Anda!
La mujer obedeció. En el corredor, de los
maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la
tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las
parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega,
tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue
bajando, rápida pero ceremonialmente. Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la
gente que venía a la casa del bailarín.
Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había
tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el
corredor. Fueron a ver después al padre. Ya tenía el pañuelo rojo en la mano
izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo,
resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban,
se diluían para alumbrarlo; su
rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi
no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los
colores del traje y la rigidez de los músculos.
—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre?
—preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.
Las tres lo contemplaban, quietas.
—¿Lo ves?
—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está
tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La
muerte le hace oír todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más
vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que
la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima
—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese
caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el
crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón,
no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!
Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la
sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.
—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por
los dedos de tu padre.
El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está
obedeciendo. Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak' por los ojos, en
sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese
instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego; depende del
ritmo, de la orquesta y del "espíritu" que protege al dansak'. Bailan solos o en
competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las
figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón,
mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las
carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un
árbol a la torre del pueblo.
Yo vi al gran padre "Untu", trajeado de negro y
rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando
sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y el
arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre "Untu"
aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la
sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al
mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que los
veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un
siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar
blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas.
Bajó luego. Dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría
buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el
mundo de esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las
palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron
mientras el padre "Untu" se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos,
jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak' sus
gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina
y el bello universo solamente, parece, la orna, le da el jugo vivo
a su señor.
El genio de un dansak' depende de quién vive en
él: el "espíritu" de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es
transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y "condenados" en andas
de fuego. O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una
cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido
de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos
pájaros "malditos" o "extraños", el hakakllo, el chusek' o el San Jorge, negro
insecto de alas rojas que devora tarántulas.
"Rasu-Ñiti" era hijo de un Wamani, grande, de
una montaña con nieve eterna. El, a esa hora, le había enviado ya su "espíritu":
un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.
Llegó "Lurucha", el arpista del dansak',
tocando; le seguía Don Pascual, el violinista. Pero el "Lurucha" comandaba
siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las
de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las
danzas.
Tras de los músicos marchaba un joven: "Atok'
sayku",4 el discípulo de "Rasu-Ñiti". También se había vestido. Pero no tocaba
las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak' que llora? Sí, pero
lloraba para adentro. Todos lo notaban.
"Rasu-Ñiti" vivía en un caserío de no más de
veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos
venía un pequeño grupo de gente.
—¿Ves, "Lurucha" al Wamani? —preguntó el
dansak' desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
— ¡"Atok' sayku"! ¿Lo ves?
El muchacho se paró en el umbral y contempló la
cabeza del dansak'.
—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. "Atok' sayku" joven.
—Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca!
—le dijo al arpista. "Lurucha" tocó el jaykuy (entrada) y cambió en seguida al
sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.
"Rasu-Ñiti" bailó tambaleándose un poco. El
pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron
contra el rayo de sol. "Rasu-Ñiti" ocupó el suelo donde la franja de sol era más
baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en
el sisi nina sus pies se avivaron.
— ¡El Wamani está aleteando grande; está
aleteando! —dijo "Atok' sayku", mirando la cabeza del bailarín.
Danzaba ya con bríos. La sombra del cuarto
empezó a henchirse como de una cargazón de viento; el dansak' renacía. Pero su
cara enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con
la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo como si fuera un trozo de carne que
luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el
ritmo de la danza. "Lurucha" había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde
bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.
— ¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar!
—dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como
de la boca de un loro. Se le paralizó una pierna.
— ¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la
mujer del dansak' porque sintió que su hija menor temblaba.
El arpista cambió la danza al tono de Waqtay
(la lucha). "Rasu-Ñiti" hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección
del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el
rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su
pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraban
como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi
con júbilo.
—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo!
—dijo.
Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como
revolcándose en polvo.
— ¡"Lurucha"! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice
que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.
Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las
tijeras. La otra pierna se le había paralizado. Con la mano izquierda sacudía el
pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.
"Lurucha", que no parecía mirar al bailarín,
empezó el y atoar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de
indios existe. El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el
corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que
pasaba, lo que significaba esa despedida? La hija mayor del bailarín salió al
corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas
de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuye se atrevió también a salir
de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un
instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.
"Rasu-Ñiti" vio a la pequeña bestia. ¿Por qué
tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río
turbio, del yawar mayu éste que tocaban "Lurucha" y Don Pascual? "Lurucha"
aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu pero
lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos cargados con las
primeras lluvias; ríos de las proximidades de la selva que marchan también
lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los
animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van
entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se
lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los
abismos les dan silencio.
"Rasu-Ñiti" seguía con la cabeza y las tijeras
este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse;
murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra. Entonces "Rasu-Ñiti" se echó de
espaldas.
— ¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo
"Atok' sayku".
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la
esposa—. Yo ya no lo veo.
"Lurucha" avivó el ritmo del yawar mayu.
Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con
su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. JLas
cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente. A la
hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los
demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que
aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo
de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras
revoleándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo. "Atok' sayku"
se separó un pequeñísimo espacio de los músicos. La esposa del bailarín se
adelantó un medio paso en la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios
estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les
habían ordenado que salieran afuera.
— ¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó
"Atok' sayku", mirando.
"Rasu-Ñiti" dejó caer las tijeras. Pero siguió
moviendo la cabeza y los ojos. El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon
(el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El
violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño
público, con el arco y el violín colgándole de las manos. "Rasu-Ñiti" movió los
ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No
causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía
hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a
ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en
violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia! Duró largo, mucho
tiempo, el illapa vivon. "Lurucha" cambiaba la melodía a cada instante, pero no
el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama, que brotaba de las
cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más
extraviado de los ojos del dansak'; pero lo seguía.
Es que "Lurucha" estaba hecho de maíz blanco,
según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos
del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras
que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un
silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro
que había acompañado al gran dansak' toda la vida, en cien pueblos, bajo miles
de piedras y toldos.
"Rasu-Ñiti" cerró los ojos. Grande se veía su
cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos. "Atok' sayku" saltó junto al
cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies
volaban. Todos lo estaban mirando. "Lurucha" tocó el lucero kanchi (alumbrar de
la estrella), del wallpa wak'ay (canto del gallo) con que empezaban las
competencias de los dansak', a la
medianoche.
— ¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho,
aleteando! —dijo el nuevo dansak'.
Nadie se movió.
Era él, el padre "Rasu-Ñiti", renacido, con
tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos
aleteando.
"Lurucha" inventó los ritmos más intrincados,
los más solemnes y vivos. "Atok' sayku" los seguía, se elevaban sus piernas, sus
brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba
como ese joven dansak'; dansak' nacido.
— ¡Está bien! —dijo "Lurucha"—. ¡Está bien!
Wamani contento. Ahí está en tu cabeza el blanco de su espalda como el sol del
mediodía en el nevado, brillando.
— ¡No lo veo! —dijo la esposa del
bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre
"Rasu-Ñiti".
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija
menor—. No muerto. ¡El mismo! ¡Bailando!
"Lurucha" miró profundamente a la muchacha. Se
le acercó, casi tambaleándose, como sí hubiera tomado una gran cantidad de
cañazo.
—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues,
necesita cóndor! ¡Dansak' no muere! —le dijo.
—Por dansak' el ojo de nadie llora. Wamani es
Wamani.