lunes, 17 de junio de 2013

La Agonía de Rasu-Ñiti*

 




José María Arguedas

La Agonía de Rasu-Ñiti*


ESTABA TENDIDO en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio. Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo!, dijo el dansak'. "Rasu-Ñiti"1 Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak' y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras. Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron. La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

—Madre, ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.

— ¡Es tu padre! —dijo la mujer.





Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos. Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación. "Rasu-Ñiti" se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despides? —preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaban temblorosas.

—El corazón avisa, mujer. ¡Llamen al "Lurucha" y a Don Pascual! ¡Que vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas. La mujer se acercó al marido.

—Bueno. ¡Wamani2 está hablando! —dijo él—. Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adonde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.

—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!

Sobre el fuego del sol en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.

—Tardará aún la chiririnka3 que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando. Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

La mujer se inclinó ante el dansak'. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak' "Rasu-Ñiti", cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz en las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.

—¿De qué color es?

—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.

—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor, de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente. Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre. Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su
rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaban, quietas.

—¿Lo ves?

—No —dijo la mayor.

—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oír todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.

—¿Oye el galope del caballo del patrón?

—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima

—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón, no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!




Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.

—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre.

El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo. Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak' por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego; depende del ritmo, de la orquesta y del "espíritu" que protege al dansak'. Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Yo vi al gran padre "Untu", trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y el arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre "Untu" aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que los veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo de esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre "Untu" se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak' sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, la orna, le da el jugo vivo
a su señor.

El genio de un dansak' depende de quién vive en él: el "espíritu" de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y "condenados" en andas de fuego. O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros "malditos" o "extraños", el hakakllo, el chusek' o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

"Rasu-Ñiti" era hijo de un Wamani, grande, de una montaña con nieve eterna. El, a esa hora, le había enviado ya su "espíritu": un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó "Lurucha", el arpista del dansak', tocando; le seguía Don Pascual, el violinista. Pero el "Lurucha" comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

Tras de los músicos marchaba un joven: "Atok' sayku",4 el discípulo de "Rasu-Ñiti". También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak' que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

"Rasu-Ñiti" vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves, "Lurucha" al Wamani? —preguntó el dansak' desde la habitación.

—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.

— ¡"Atok' sayku"! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak'.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.

—¿Aletea?

—Sí, maestro.

—Está bien. "Atok' sayku" joven.

—Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista. "Lurucha" tocó el jaykuy (entrada) y cambió en seguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

"Rasu-Ñiti" bailó tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. "Rasu-Ñiti" ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el sisi nina sus pies se avivaron.

— ¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo "Atok' sayku", mirando la cabeza del bailarín.

Danzaba ya con bríos. La sombra del cuarto empezó a henchirse como de una cargazón de viento; el dansak' renacía. Pero su cara enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. "Lurucha" había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

— ¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro. Se le paralizó una pierna.

— ¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak' porque sintió que su hija menor temblaba.

El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). "Rasu-Ñiti" hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraban como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

— ¡"Lurucha"! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado. Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.
"Lurucha", que no parecía mirar al bailarín, empezó el y atoar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe. El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida? La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuye se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

"Rasu-Ñiti" vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban "Lurucha" y Don Pascual? "Lurucha" aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos cargados con las primeras lluvias; ríos de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

"Rasu-Ñiti" seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra. Entonces "Rasu-Ñiti" se echó de espaldas.

— ¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo "Atok' sayku".

—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

"Lurucha" avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. JLas cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente. A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revoleándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo. "Atok' sayku" se separó un pequeñísimo espacio de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso en la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

— ¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó "Atok' sayku", mirando.

"Rasu-Ñiti" dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos. El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos. "Rasu-Ñiti" movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia! Duró largo, mucho tiempo, el illapa vivon. "Lurucha" cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama, que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak'; pero lo seguía.

Es que "Lurucha" estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak' toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y toldos.

"Rasu-Ñiti" cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos. "Atok' sayku" saltó junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos lo estaban mirando. "Lurucha" tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak'ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak', a la
medianoche.

— ¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak'.

Nadie se movió.

Era él, el padre "Rasu-Ñiti", renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

"Lurucha" inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. "Atok' sayku" los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak'; dansak' nacido.

— ¡Está bien! —dijo "Lurucha"—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahí está en tu cabeza el blanco de su espalda como el sol del mediodía en el nevado, brillando.

— ¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.

—Enterraremos mañana al oscurecer al padre "Rasu-Ñiti".

—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡El mismo! ¡Bailando!

"Lurucha" miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como sí hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak' no muere! —le dijo.

—Por dansak' el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.



Cien años José María Arguedas (2011).

Cien años de José María Arguedas, un escritor al rescate de lo mejor de una cultura milenaria


EDUARDO CORRALES


  

Cien años de José María Arguedas, un escritor al rescate de lo mejor de una cultura milenaria
En su discurso Elogio de la lectura y la ficción pronunciado en la Academia Sueca, en Estocolmo, el novelista peruano Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura, dijo: “Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales”.

El investigador Julio León, autor de 'Anotación crítica de El zorro de arriba y el zorro de abajo, de José María Arguedas', sostiene que “si hay que señalar un hilo conductor de toda la producción arguediana, debemos recordar que él fue o, mejor, se sentía 'como un demonio feliz (que) habla en cristiano y en indio, en español y en quechua' como él mismo lo dijo al recibir el premio Inca Garcilaso de la Vega, en 1968".

El estudioso explica que esta excepcional condición de hombre que pertenece a dos culturas inseparables y, a la vez, contradictorias, le hace observar y percibir su tiempo y su mundo con la mirada de dos cosmovisiones diferentes.

“Esa biculturalidad de Arguedas se enhebra – y esto es lo central e invariable en toda su obra- con una opción ética: Arguedas escribió para rescatar lo mejor de una cultura milenaria y que él consideraba silenciada por efecto de los siglos de dominación: el blanco Arguedas se sentía indio y con ese peso de su sentimiento indígena su obra interpela el poder en defensa del Otro”, anota.

En lo que concierne a la obra de ficción, José María Arguedas (Andahuaylas, 18 de enero de 1911- Lima, 2 de diciembre de 1969) desarrolló una amplia obra que incluye no sólo cuentos y novelas sino también poesía; además, por supuesto, de su obra ensayística en donde se ocupó de temas inherentes a su profesión de antropólogo, “área que, afortunadamente, está a punto de ser editada, gracias a la paciente e incesante labor de su viuda Sybila Arredondo”, apunta.

Arguedas escribió seis novelas e innumerables cuentos que van desde sus escritos de Agua, su primer libro en 1935 hasta su novela póstuma, El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971).

Arguedas y el Boom

Luego de su muerte, los acercamientos críticos a la obra de Arguedas se han producido desde distintas perspectivas y metodologías y con diversos marcos teóricos.

El momento de mayor reconocimiento del escritor Arguedas se produce luego de la publicación de Los ríos profundos (1958) y continuó durante la siguiente década hasta su muerte.

Justamente, ese fue en el momento de esplendor y éxito de la literatura hispanoamericana, fueron los tiempos del surgimiento y vigencia de lo que se conoció como la nueva novela o el Boom (García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, por mencionar a los más notorios) cuando Arguedas escribía o ya había escrito lo mejor de su producción narrativa.

“Arguedas ya había alcanzado reconocimiento internacional, pero nunca lo tuvo al mismo nivel que sus contemporáneos del Boom, quizás debido a que siempre estuvo asociado a la narrativa indigenista pero sin serlo, y éste es uno de los grandes equívocos con relación a la literatura arguediana”, asegura.

El docente del Departamento de Lenguas Extranjeras del Queensborough Community College (CUNY) agrega que “a esta asociación con el indigenismo, que lo confinaba a una narrativa regional y provinciana (recuérdese la infortunada polémica que sostuvo con (Julio) Cortázar y que ilustra el tamaño del error) se le debe sumar la otra equivocada percepción de su incapacidad para articular las nuevas técnicas de la vanguardia narrativa. El zorro… es una demostración de lo falaz de esta suposición”.

Después de su muerte se empezó a estudiar la obra de Arguedas en la Academia y se puede decir que se ha convertido en parte importante de los estudios literarios de Hispanoamérica.

“Aun así, un gran sector de la crítica todavía lo sigue considerando indigenista, ignorando que el discurso de Arguedas al inscribirse en una postura ética que nace en ciertas formas andinas de solidaridad y reciprocidad se articula en lo universal”.

Una pelea feroz

Arguedas empezó a escribir artículos y ensayos sobre la cultura andina durante las décadas del treinta y cuarenta del siglo pasado y que se publicaban en el diario La Prensa de Buenos Aires, Argentina.

“En estos primeros trabajos no sólo se revela su íntima cercanía y vinculación con la cultura andina sino su espíritu solidario y de indignación exaltada frente a la injusticia”.

Posteriormente se dedica de manera profesional a la antropología y se doctoró en esta disciplina para lo cual viajó a España en 1958 con la finalidad de recoger materiales para su tesis.

En muchos de los trabajos de ficción, Arguedas utilizó su profesión de antropólogo para documentarse y poder manejar de esta manera la información necesaria para la construcción de sus creaciones.

“Esto se evidencia, sobre todo, en El zorro…; en esta novela, muchos de los personajes han sido tomados de modelos reales que existieron y que fueron observados por Arguedas como parte de sus investigaciones antropológicas”.

León incide en que este servicio que la antropología le brindaba para su documentación no debe llevar "a la ingenua conclusión" de que sus novelas y cuentos son un documento antropológico.

“Todo lo contrario: Arguedas tuvo que desarrollar una pelea feroz para sacudirse del lastre de ser un antropólogo y así poder escribir novelas, o ¿alguien puede imaginar a un etnógrafo o antropólogo al margen o en sentido opuesto a las corrientes del pensamiento progresista de izquierda?

(“La teoría socialista no sólo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aun más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico”, sostuvo Arguedas en el referido discurso de 1968).

"Si esto es así, si ser de izquierda y progresista implica cierta corrección política y una posición ética que Arguedas la tuvo en grado sumo, entonces, con esta carga ¿cómo escribir novelas que capten el mal y el barro de la condición humana, con personajes e historias que nos convenzan? ¿Cómo desde esta corrección política conseguir personajes que contradigan estas posturas éticas y a la vez nos conmuevan?", se cuestiona el investigador.

León admite que el racionalismo de las ciencias sociales no es una buena ayuda para elaborar historias y personajes de ficción. “La relación de un antropólogo con su condición de novelista no es pues sencilla; se hace necesario escapar de esa atadura que mencionamos para escribir buenas ficciones. Pero Arguedas lo logró. Un ejemplo de ello es su última novela, El zorro de arriba y el zorro de abajo”.

Todas las sangres

Las reflexiones y los juicios de Mario Vargas Llosa acerca de Arguedas y su obra fueron recogidas en el volumen La utopía arcaica: José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996) y no están libres de controversia.

”Se trata de un conjunto de ensayos que Vargas Llosa escribió durante años y en los que expresa lo que, al entender de muchos observadores, es su percepción de la realidad peruana y que se encuentra esencializada en lo que vendría a ser el ‘síndrome de Uchuraccay’”, sostiene León.

Al producirse en el año 1983 el asesinato de ocho periodistas y su guía en las alturas andinas de Uchuraccay, el gobierno de Belaunde Terry nombró una comisión investigadora que presidía Vargas Llosa y que luego emitió el conocido Informe de Uchuraccay, refiere.

El investigador asevera que ya en ese informe Vargas Llosa “sostiene lo central de su pensamiento: el atraso de los pueblos andinos, la ignorancia de sus habitantes, la miseria de sus condiciones de vida, así como el primitivismo de sus hábitos culturales y cotidianos” hicieron que estos pobladores confundieran a los periodistas con miembros de Sendero Luminoso y los asesinaran".

De este modo, el crimen de los periodistas es resultado del primitivismo y la barbarie del hombre andino que vivía de espaldas al progreso y la civilización, anclado a una edad premoderna y no el resultado de una política de estado que no dudó en alentar el linchamiento de los senderistas unas semanas antes de los sucesos, anota.

León considera que lo importante es que allí se establece "un modo de percibir e identificar a una parte importante de la sociedad y la cultura peruana –la andina- como opuesta al progreso y la modernidad".

Decir que el otro es primitivo y que esa es la causa de los males ocultando las reales aspiraciones de modernidad con justicia es decir una media verdad, es persistir en la ceguera de pensar al otro como inferior y continuar con el modelo fijado por el ‘síndrome de Uchuraccay’, acota.

“Pensar que la propuesta de Arguedas de defensa de la sociedad andina como una nostalgia del pasado idílico del Perú prehispánico es una invención que trata de esconder su profunda vocación moderna”, asegura León y agrega que el mismo equívoco que se sostiene cuando se le llama indigenista se repite en La utopía arcaica", asegura.

Transformación permanente

“Arguedas no añoraba ni idealizaba el pasado prehispánico, más aun, sostenía que la rica y milenaria tradición andina ya no existía, pues lo que se pudo salvar de ésta se mimetizó con occidente y se produjo un nuevo producto que se encuentra en permanente transformación”, dice.

"No nos olvidemos de su Oda al Jet (1966) que es un canto de alegría y elogio a la modernidad vivificadora”. (En ese mundo estoy, sentado, más cómodamente que en ningún sitio, sobre un lomo de fuego, hierro encendido, blanquísimo, hecho por la mano del hombre, pez de viento. Sí, Jet es su nombre).

León precisa que al mismo tiempo que Arguedas rechazaba las evocaciones de la arcadia perdida y apelaba por un mundo andino moderno, “no cesaba en su defensa de la humanidad del hombre indígena y su integración en la nación peruana en condiciones de justicia”.

El estudios afirma que al cumplirse el centenario del nacimiento del escritor peruano su propuesta estética no sólo está vigente sino que posee una extraordinaria actualidad.

“Su obra narrativa estuvo diseñada con la clara intención de interpenetrar - a través de su cosmovisión andina- la visión occidental de la realidad. En sus novelas y cuentos esto se evidencia no sólo en la incorporación de la oralidad de la cultura quechua en el entramado de un producto escrito y occidental como estos géneros literarios, sino en la persistencia por mostrar un modo distinto de conocer y atrapar la realidad y, a la misma vez, válido”.

"En El zorro…, por ejemplo, el dialogo que sostiene en el Primer Diario con el pino gigantesco en Arequipa, como si éste fuera un amigo cualquiera de toda la vida, “sólo podría ser entendido desde este tipo de racionalidad donde la naturaleza no es que se humanice a la manera de los pueblos primitivos o bárbaros como sostiene Vargas Llosa”.

León explica que el respeto y la casi unción de la conversación que Arguedas sostiene con el pino responde al respeto que las antiguas comunidades peruanas sentían por la naturaleza y que es, quizás, lo mejor de la herencia de esa tradición andina casi perdida.

Con motivo de conmemorarse los cien años del nacimiento de Arguedas, una serie de asociaciones internacionales de profesores, grupos de investigación latinoamericanista y revistas culturales han declarado este 2011, "Año de José María Arguedas en Estados Unidos, en virtud de “una obra cuya fe en la creatividad cultural del mestizaje y las mezclas, son ejemplo y desafío de inclusividad, pertenencia y universalidad”..

“En tiempos de globalización y fin de la historia quizás convenga recordar que todavía hay otras formas de observar la vida y la naturaleza como ya nos lo recordó Levi Straus hace cuatro décadas”, dice León.

Obras

Sus obras cronológicamente
  1. Arguedas con Sybila en el río Rimac
  2. Agua. Los escoleros. Warma kuyay (Cuentos, Compañía de impresiones y publicidad, Lima, 1935).
  3.  
  4. Yawar Fiesta (Novela, Compañía de impresiones y publicidad, Lima, 1941).
  5. Diamantes y pedernales. Agua (Cuentos, Juan Mejía Baca y P.L. Villanueva, editores, Lima, 1954).
  6. Los ríos profundos (Novela, Losada, Buenos Aires, 1958)
  7. El Sexto (Novela, Juan Mejía Baca, Lima, 1961)
  8. Túpac Amaru Kamaq taytanchisman. Haylli-taki. A nuestro padre creador Túpac Amaru. Himno-canción. (Poesía, Ediciones Salqantay, Lima, 1962)
  9. La agonía de Rasu Ñiti (Cuento, Taller Gráfico Ícaro, Lima, 1962)
  10. Todas las Sangres (Novela, Losada, Buenos Aires, 1964)
  11. El sueño del pongo (Cuento, Ediciones Salqantay, Lima, 1965)
  12. Oda al jet (Poesía, Ediciones de la Rama Florida, Lima, 1966)
  13. Algunas observaciones sobre el niño indio actual y los factores que modelan su conducta (Estudio, Consejo Nacional de Menores, Lima, 1966)
  14. Notas sobre la cultura latinoamericana, (Ensayos, con Francisco Miró Quesada y Fernando de Szyszlo, Taller Industrial Gráfica, Lima, 1966)
  15. Amor mundo y todos los cuentos (Cuentos, Francisco Moncloa, editores, Lima, 1967)
  16. Las comunidades de España y del Perú (Monografía, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 1968)
  17. Qollana Vietnam Llaqtaman / Al pueblo excelso de Vietnam, (Poesía, Federación de Estudiantes de la Universidad Agraria, La Molina, 1969)
  18. El zorro de arriba y el zorro de abajo (Novela, Losada, Buenos Aires, 1971)

José María Arguedas, la lucha entre un cuerpo mestizo y un corazón indio

José María Arguedas, la lucha entre un cuerpo mestizo y un corazón indio



 
“Fue leyendo a Mariátegui y después a Lenin que encontré un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no sólo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mi de energía, le dio un destino y la cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta donde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico”.
José María Arguedas


El Perú ha sido tierra de grandes escritores y poetas. En su suelo germinaron Garcilaso de la Vega, César Vallejo, José Carlos Mariátegui, Ciro Alegría y muchos más. Pero en esa vasta gama de hombres de letras que han engrandecido no sólo al Perú sino a Hispanoamérica toda, sobresale la figura de José María Arguedas, el hombre que con sus escritos hizo más por las comunidades indígenas que lo realizado por todos los indigenistas anteriores.
Arguedas dio una personalidad convincente en el plano literario a los indígenas, incorporándolos por la puerta grande, con su propio lenguaje, al ámbito de las letras peruanas.
Ese escritor, durante su fecunda existencia, consideró a los comuneros de su tierra como la esencia del presente y futuro de su patria y no como parte de un lejano pasado que sólo producía nostalgia. Aparte de su trayectoria como literato, la vida personal de Arguedas, sobre todo en sus últimos años, fue bastante atormentada, debiendo soportar una tenaz lucha interior que finalmente lo llevó al suicidio en noviembre de 1969.
La vida de Arguedas está signada por tres aspectos fundamentales: su propia vida –que como autobiografía aparece permanentemente en su obra literaria; el intento de aprehensión de la realidad peruana, que le permitió en su caso desarrollar una literatura que superó en forma creadora al indigenismo tradicional; y, el estudio de la realidad desde la óptica de un científico social, que utilizando los instrumentos de la etnología y la antropología supo elaborar notables investigaciones sobre la cultura popular y el mestizaje, que luego se convertirán en elementos sustanciales de sus trabajos literario. En esta ocasión, y como homenaje a José María al cumplirse el centenario de su nacimiento, consideramos lo relativo a la pasión vital de este gran escritor de nuestra América.
UN INDIO BLANCO
Corría el año de 1914, y en un lugar de los Andes peruanos un niño de escasos 3 caños caminaba presuroso junto a su padre, que se dirigía a la aldea de San Juan de Lucanas a contraer matrimonio, por segunda vez, con una rica hacendada de la región. Ese suceso tendría repercusiones duraderas en la vida de José María Arguedas, como se llamaba el pequeño infante.
El nuevo hogar del niño huérfano se convirtió para él en un verdadero infierno. Su madrastra y uno de sus hermanastros continuamente lo humillaban y despreciaban. Su “nueva” madre actuaba como buena hacendada que era y en cuanto al trato brutal y despiadado que daba a sus pongos (indios sirvientes) no se distinguía en nada de cualquier gamonal o terrateniente voraz de la sierra peruana. Ella estaba compenetrada del estilo machista del gran señor de haciendas e indios. El pequeño José María no escapó al comportamiento machista de su madrastra, que lo castigaba frecuentemente y lo amenazaba con enviarlo a vivir entre los indios, como efectivamente lo hizo poco después.
Ese “castigo”, símbolo de oprobio en la cultura seudo aristocrática y racista de los hacendados peruanos de principios del siglo XX, resultó paradójicamente beneficioso para José María Arguedas. Contra todo lo que ésta había escuchado acerca de la brutalidad y falta de sentimientos de los indios, encontró en su seno, pese a su miseria material, el cariño que antes no había conocido. Los pongos acogieron al niño blanco como uno de los suyos, que a su vez experimentó en carne propia los sufrimientos e inquietudes que se vivían por el solo hecho de ser indio. A una edad en que los recuerdos se quedan grabados con fuego en el corazón del hombre, Arguedas vivió la discriminación de que eran víctimas los comuneros indios. Ese recuerdo lo atormentó por el resto de su vida, y fue guía espiritual en su creación literaria a lo largo de 40 años.
El niño “blanco” se fue indianizando. Al escuchar sus problemas y captar lo más hondo de su espíritu, nos dice, “llegué a tener sangre indígena a través de ellos. Comprendí por qué el indígena se siente superior al blanco: porque se da cuenta de que es él quien trabaja; el blanco enfermizo, perezoso, sólo recoge el fruto de su labor. ¿Qué sería del hombre blanco sin el indio?”
Durante esta temprana etapa de su vida, Arguedas tiene su primer contacto con la literatura de las comunidades indias, las que usando el quechua habían logrado mantener viva durante siglos una cultura propia y resistente, con su propio espíritu y una genuina creación artística. Al respecto Arguedas recuerda: “Creo que al escuchar los cuentos quechuas que eran narrados por algunas mujeres y hombres muy queridos en los pueblos de San Juan de Lucanas y Puquio, influyó en mí especialmente la belleza de las canciones quechuas que aprendí durante la niñez. Debí tener 6 ó 7 años cuando ya cantaba en “Huaynos".
Arguedas pasó parte de su infancia entre los comuneros indios, hasta ser separado, tan bruscamente como llegó, de ese vasto universo. De ese momento en adelante se produjo su reencuentro con el mundo no indio. Eso sucedió a los 15 años de edad, cuando Arguedas fue llevado a estudiar a un colegio de provincia. En su vida de adolescente sufrió el desgarramiento interior que produce el empezar a notar que su vida estaba escindida entre dos mundos –el indio y el “blanco”- sin pertenecer de lleno a ninguno de los dos.
En ese colegio de Abancay, el joven Arguedas conoció el desprecio a que se le sometía por su pasado indio. Lo llamaban “serrano pendejo”, lo despreciaban porque hablaba un castellano enredado, como resultado de su tardío aprendizaje, pues tan sólo a los 7 años empezó a articular el idioma de los señores y hacendados. Durante su vida con los comuneros no tuvo necesidad de hablar castellano, de ahí también su profundo conocimiento del quechua. “Yo no tuve necesidad –decía- de hablar el castellano hasta los siete años de edad. En la vastísima región en que pasé mi niñez y adolescencia no era imprescindible. El setenta por ciento de los cinco millones de habitantes de esa zona inmensa -¡un mundo!- había únicamente el quechua y el treinta por ciento es bilingüe. No es posible desarrollar un ahora (1957) ninguna actividad importante en la sierra central y del sur si no se domina el quechua”.
La ruptura traumática de la adolescencia originó, andando el tiempo, la novela autobiográfica Los ríos profundos, la más bella de las obras de Arguedas, y una de las más hermosas de la literatura universal.
LA LITERATURA COMO PRAXIS SOCIAL
En 1929, Arguedas llegó a Lima, centro del otro Perú, el del mundo costeño y “civilizado”: el Perú del orden, que pretendía asemejarse al europeo, desconociendo la realidad india de la sierra atrasada y distante, aunque aquella estuviera en realidad más cerca de Lima que la propia Europa. Cuando el joven Arguedas llega a la señorial Lima se encuentra con uno de los momentos de mayor esplendor cultural y político del Perú contemporáneo. Era la época en que José Carlos Mariátegui, con una entrega y enjundia desconocida en nuestro medio, propagaba la necesaria unión entre lo más auténticamente nacional –y qué más nacional en el Perú que lo indio- y las vertientes más progresistas del pensamiento universal, con la perspectiva de encontrar una senda de desarrollo histórico particular y consciente, que superara los vicios del indigenismo chovinista y artificial, y también las limitaciones del europeocentrismo, que negaba el sentido de una cultura nacional y latinoamericana, originada en nuestros países como resultado de la simbiosis cultural entre lo europeo y lo indio. Alrededor de Mariátegui se fue moldeando un conjunto de actividades artísticas, literarias, políticas e ideológicas que se expresaron en la revista Amauta, una de las publicaciones más serias y creadoras de cuantas se han realizado en nuestra América.
En Lima, Arguedas se relacionó con los círculos de Amauta y prontamente sintió el efecto de Mariátegui y de su concepción socialista. En Amauta, nos recuerda Arguedas, “recibí la orientación doctrinaria llena de fe en el hombre y en el Perú. A través de ella empecé a analizar mis propias vivencias y atener realmente fe en el pueblo en que habíamos vivido”. De su contacto con los grupos socialistas de Amauta, Arguedas heredó, hasta el fin de sus días, su preocupación por las luchas sociales de los sectores explotados de la sociedad peruana. Este fue el impacto de la realidad social en la vida de Arguedas, que en éste se convierte en praxis social, pues su obra artística e investigativa de ese momento en adelante fue resultado de su contacto directo con la gente común y corriente. Fue una relación efectiva consigo mismo, pero también con determinados sectores sociales, agrarios y urbanos, que en cada momento de la vida peruana mostraban sus verdaderas posibilidades históricas.
En el plano de la creación literaria la experiencia de Amauta también fue bastante productiva para Arguedas, porque le significó el conocimiento de las corrientes indigenistas, que en ese momento dominaban el ambiente artístico del Perú. A través de Mariátegui y sus discípulos de Amauta, asimiló las críticas estéticas y sociales más lúcidas que se le hacían al indigenismo tradicional, que, pretendiendo reivindicar al indio, en verdad había originado una literatura falsa, artificial, sin vida, que presentaba a unos indios caricaturizados que en nada se parecían a los hombres y mujeres indios de carne y hueso.
Esa crítica profunda de Mariátegui no solo fue asimilada por Arguedas sino que la identificó al momento con su propia visión y experiencia –recuérdese que Arguedas dominaba el quechua a la perfección-, a la luz de la cual la literatura indigenista en boga se le aparecía como muy distante de la vida de los pongos que él había conocido en su niñez. Criticando este tipo de indigenismo, Arguedas comentaba que era bastante extraño que sus principales exponentes pudieran hablar de los indios cuando en realidad estaban tan distantes de su mundo. Cómo podía un López Albujar ser veraz si conoció a los indios “desde su despacho de juez”; o un Ventura García Calderón “cómo había oído hablar de ellos, pues se pasó la vida en París”
Consciente de las limitaciones del indigenismo, Arguedas se dio a la tarea de buscar una expresión literaria y artística que rompiera con todos los dualismos implícitos en la literatura predominante: costa y sierra, español y quechua, pongo y hacendado, lo urbano y lo rural... Esa búsqueda, apasionada y frenética, precisó de muchos ejercicios e intentos fallidos (expresados en sus primeros escritos como el conjunto de cuentos titulado Agua, de 1935) hasta llegar a encontrar la expresión auténtica de los pongos, comuneros, mestizos, hacendados y comerciantes del Perú, como lo logró en sus obras Yawar Fiesta, Los ríos profundos, El Sexto y Todas las sangres.
Desde sus primeros escritos, Arguedas comprendió el sentido de su búsqueda y propuso convertirse en un nexo cultural entre los dos mundos tradicionalmente escindidos de la sociedad peruana, el mundo de arriba (la sierra) y el mundo de bajo (la costa). “Que sepan mis amigos costeños –sentenciaba en 1935- cómo en el corazón de su país, seré, en adelante, testigo y semilla, puente entre las dos culturas”
Como reafirmación de sus inclinaciones literarias, Arguedas ingresó a estudiar Letras en la Universidad de San Marcos en 1931. Durante su vida de estudiante universitario formó parte de importantes grupos antifascistas, organizados para respaldar la República española. En 1937 un grupo de estudiantes de la universidad de San Marcos esperaban a un funcionario italiano del gobierno de Benito Mussolini, que tuvo la osadía provocadora de asistir al Alma Mater en visita oficial, cuando Camarotta, como se llamaba el general, venía simplemente a asesorar la reorganización de la policía y no tenía nada que ver con actividades universitarias. Camarotta llegó al acto público en la Universidad, donde lo esperaban los estudiantes que en el momento menos pensado, se abalanzaron contra el general, lo arrebataron de entre las manos de sus escoltas, lo izaron en el aire, y mientras entonaban La Internacional, lo depositaron en la pila de la Facultad de Derecho…. Derecho fue a caer en el agua el general Camarotta.
El hecho era una protesta contra los bombardeos italianos a las ciudades republicanas de España. Entre los estudiantes se encontraba Arguedas, que cursaba el cuarto año de Letras. Ya un año antes había sido detenido y despojado de su empleo en la Oficina de Correos por tomar parte de un Comité de Defensa de la República Española, que fue considerado ilegal por el gobierno.
Como resultado del caso Camarotta, Arguedas fue hecho prisionero. Pagó su condena de un año en El Sexto, una tenebrosa cárcel del Perú. Esta experiencia carcelaria dejó una profunda huella en la vida del escritor, y fue recreada años después en la novela titulada El Sexto, en la que se presenta una imagen realista de la vida en una penitenciaria, pero que quiere ser a su vez una reproducción simbólica de las agudas contradicciones sociales que se agitan en el interior de la sociedad peruana. Al mismo tiempo, esa obra es un canto de esperanza, de confianza plena en la fuerza interior de los hombres humildes, que pese a todos los avatares de la vida, muestran grandeza de espíritu y solidaridad humanas, en medio de un ambiente de degradación moral y sevicia criminal.
Después de salir de la cárcel, Arguedas fue acumulando sabiduría y dolor. Por fin se pudo licenciar en Letras y en forma sucesiva desempeñó diferentes cargos: empleado, profesor de secundaria y catedrático universitario. Ese discurrir vital de Arguedas, fue moldeando su actividad en los dos campos que fueron el centro de sus preocupaciones intelectuales y sociales: la literatura y la investigación en etnología, antropología y folclor.
Desde los años 1940, cuando Arguedas inicia sus investigaciones etnológicas y folclóricas y publica su primera gran obra literaria, Yawar Fiesta, hasta el final de su vida, el escritor combina con la misma pasión y seriedad las dos actividades sin considerar que una desmerecía a la otra. Por el contrario, cada una de esas actividades era complemento necesario en la búsqueda estética de una literatura que reflejara el sentir cósmico del pueblo quechua y que mostrara, con la investigación concreta, la manera cómo en la cultura peruana pervivía, se reproducía y resistía el elemento indígena, mezclándose con otras culturas para originar un vasto conglomerado humano con un rostro propio, que no tenía nada que envidiar a la cultura occidental de estirpe europea.
De la década de 1940 es poco lo que se conoce de la vida de Arguedas, pues él mismo, que dejó plasmados en sus obras rasgos autobiográficos, nos dice muy poco de ese momento. De las pocas indicaciones que se conocen de este período, en su última novela afirmó: “En 1944 hizo crisis una dolencia psíquica y estuve cinco años neutralizado”vii. En las décadas de 1940 y 1950, si exceptuamos su producción antropológica, Arguedas escribió muy poco en términos estrictamente literarios. Es posible que en este período el escritor haya soportado una profunda crisis emocional, que lo condujo por momentos al escepticismo completo frente a la realidad india, al observar la forma como la comercialización y mercantilización erosionaban la pétrea sociedad comunera de los Andes.
Desde esa década de 1940, Arguedas se convierte en un marginado político, en el sentido de no tener una militancia abierta, decepcionado por las pugnas entre comunistas y apristas y atormentado por su crisis interna de identidad de no ser ni indio ni blanco, crisis que se reforzaba por la descomposición acelerada, en muchos lugares del Perú, de las milenarias comunidades indias. No por casualidad, en el período 1941-1958 (entre Yawar Fiesta y Los ríos profundos), Arguedas pese a su silencio literario se encuentra en una creadora búsqueda y rescate de todo lo relacionado con la literatura oral india, sus tradiciones, costumbres, relatos, leyendas, mitos, bailes…. Esa búsqueda pretendía demostrar que el proyecto socialista futuro no era algo ajeno a la realidad peruana, en la medida en que los propios indígenas poseían una tradición milenaria de tipo comunitaria que ni la Colonia ni la República habían podido extirpar.
Esta concepción “utópica”, porque apuntaba hacia la construcción de un orden futuro, no estuvo exenta de una buena dosis de romanticismo. Arguedas que comprendía bien el efecto destructor y avasallador del capitalismo se negaba a aceptar que el avance de las redes mercantiles fuera a destruir totalmente al milenario mundo indio. De este período tan crítico de su vida data esta apreciación:
“En el Perú y en el mundo se entabla una batalla atroz entre el individualismo y la solidaridad, entre la lucha de todos contra todos, la explotación del hombre por el hombre y la fraternidad; entre el capitalismo y la organización comunitaria; entre la costa y la sierra; entre el “demonio” llegado con los españoles y la “bondad” y la falta de ambición de los naturales. El destino del Perú depende en que no se siga precipitando en las caóticas costumbres extranjeras sino que integre su herencia comunitaria, que es el patrimonio más rico de la historia. La sierra, si le abrimos las puertas todavía podría salvar al Perú”.ix
LOS ÚLTIMOS AÑOS
Esa visión romántica de las comunidades indias, se parecía mucho a la apreciación que los populistas rusos tenían del mir (comunidad campesina) a fines del siglo XIX. Era un romanticismo que se aferraba al pasado pensando en el futuro, para negar el presente. Y al enfrentar ese presente, duro, cruel y contradictorio, Arguedas se dio cuenta del impacto destructivo de la penetración capitalista. Luego de terminar sus estudios de Antropología, a comienzos de la década de 1950, Arguedas recorrió intensamente los Andes peruanos, para descubrir con asombro que esa realidad india que lo nutrió durante su infancia estaba siendo arrinconada por los lazos mercantiles y comerciales. Vio con rabia y dolor cómo las artesanías indias perdían calidad, porque dejaban de ser un valor de uso para convertirse en un simple objeto de cambio, que proporcionaba ingresos adicionales a los comuneros. Observó cómo los indios renegaban del quechua y querían que sus hijos hablaran castellano para que “aprendieran” a defenderse en la vida, es decir, supieran relacionarse de tú a tú con los blancos y cholos. Notó cómo algunos indios se habían enriquecido y, de la misma manera que los mestizos y gamonales, se aprovechaban del trabajo de los indios empobrecidos…
Esa realidad que él observó y palpó, le indicaba que su sueño romántico no era posible y eso lo hundió en el escepticismo. Desde ese instante, en que percibió que su obra alimentaba un espíritu que afrontaba una profunda crisis –como era el de la cultura india-, Arguedas concluyó que no se justificaba vivir. En lo sucesivo las ideas del tiempo perdido y de la desesperanza estarán presentes en su vida, para conducirlo finalmente al suicidio.
En la década de 1960, la más tormentosa de toda su existencia, Arguedas intenta vivir rompiendo con el pasado. Se alejó de sus viejos amigos se divorció de su primera esposa, interrumpió sus investigaciones antropológicas, abandonó su tan amada Universidad de San Marcos y se refugió en la Universidad Agraria de la Molina, epicentro de la actividad de jóvenes revolucionarios, a quienes pidió fe y aliento. Esa fe bastó para que publicara su epopéyica obra Todas las sangres, que el mismo Arguedas consideraba como su mejor producción literaria.
Esa fue su última obra, porque el proceso de escribir otra, El zorro de arriba y el zorro de abajo, le costaría la vida. En efecto, tal vez en Arguedas como en ningún otro escritor latinoamericano, se observa el caso que la elaboración de un producto literario, en la lucha contra el estilo, las palabras y la expresión, genere tantos problemas, contradicciones interiores y deseo de muerte. Por dichas circunstancias esa obra, publicada póstumamente en 1971, es el testimonio de la lenta agonía de un hombre que estuvo luchando no tanto contra la vida sino por encontrar la mejor forma de suicidio.
EL SUICIDIO
Aquel sábado 28 de noviembre de 1969, José María Arguedas había llegado a una conclusión definitiva: ese sería el último día de su vida, pues, por fin, luego de una lucha tenaz consigo mismo, estaba convencido que tal y como estaban las cosas no valía la pena vivir. Arguedas se dotó de todo lo necesario para que el suicidio –esa idea que había atormentado su cerebro durante tantos años- no fuera a fallar. Preparó todo, hasta el último detalle. Compró un arma de fuego, convencido como estaba de que la mejor forma de dejar el mundo de los vivos era propinándose un disparo en la cabeza, ya que todas las otras formas de suicidio le parecían poco seguras. Escogió el último sábado del penúltimo mes del año, porque de esa forma su acción no interferiría para nada las actividades docentes de la Universidad de la Molina, en la que se desempeñaba como catedrático desde principios de la década de 1960. Tan convencido estaba de haber seleccionado el día preciso que en su diario escribió sus últimas palabras: “escojo este día porque no perturbará tanto la marcha de la universidad”
Luego de escribir estas palabras, en uno de los salones de clase, Arguedas se disparó un tiro en la sien derecha. No murió al instante, ya que su corazón latió hasta el 2 de diciembre, cuando definitivamente se apagó la vida de este extraordinario escritor peruano.
Arguedas tomó la tremenda decisión de poner fin a su vida seguro como estaba de que las posibilidades de creación literaria estaban agotadas y que su mundo indio se encontraba en la más terrible de sus encrucijadas históricas, ante los avances capitalistas de los años sesenta. Pocos escritores tienen la franqueza, además rubricada con su propia muerte, que mostró Arguedas poco días antes de su suicidio, al reflexionar sobre las condiciones que explican el agotamiento de su savia creadora:
“He sido escritor a sobresaltos en una verdadera lucha –a medias triunfal- contra la muerte. Como estoy seguro que mis facultades y armas de creador, profesor, estudioso e imitador, se han debilitado hasta quedar casi nulas y sólo me quedan las que me relegarían a la condición de espectador pasivo e impotente de la formidable lucha que la humanidad está librando en el Perú y en todas partes, no me sería posible tolerar ese destino. O actor, como lo he sido desde que ingresé a la escuela secundaria, hace cuarentaitres años o nada”.
Para describir la vida de Arguedas nada mejor que recordar sus bellas palabras de Yawar Fiesta, cuando al hablar de los comuneros indios que protagonizaban la novela dice que en su corazón “está llorando y riendo la quebrada, en sus ojos el cielo y el sol están viviendo; en su adentro está cantando la quebrada, con su voz de mañana, del mediodía, de la tarde, del oscurecer”. Y la voz de Arguedas, cuarenta y dos años después de su trágica muerte y un siglo después de su nacimiento, retumba en el Perú y en Latinoamérica como las potentes quebradas y ríos profundos que él conoció y describió en sus novelas.

miércoles, 5 de junio de 2013

La Tensiòn en la obra de Arguedas.



La tensión y conflicto de las obras literarias de José María Arguedas es una cuestión literaria con los intentos de explicar su psicología o patología una mirada más profunda a la literatura con respecto al conflicto de la identidad peruana , y las diferentes variedades de culturas que abarcan en nuestro país. El Perú es un país que engloba una infinidad de culturas y lenguajes la cual sirve de inspiración a Arguedas para referirse al Perú. Los últimos años los estudios de la cultura se imponen más a la crítica literaria y la literatura parece perder importancia .sin embargo la crítica cultural están implícitos en las obras literarias y la creación verbal por sí sola puede comunicar una voz auténtica de una cultura a los lectores de otros países. Siendo la literatura, clave para comprender la Cultura la cual forma parte del fondo de imágenes básicas de una nación, donde la renovación de imágenes mantiene viva la cultura. La obra de Arguedas tiene como principal objetivo esta potencia creativa. La cual se pueden percibir aun sin conocer los contextos que insinúan en su texto. La literatura es un campo donde lo común y lo diferente no se excluyen. Posibilita ver lo otro y, a la vez, descubrir cercanías íntimas entre regiones tan distantes como América Latina y Europa Central. La lectura de Arguedas posibilita tal encuentro cultural y personal. En las novelas de Arguedas hay un ansia de armonía que posibilita relacionar su obra con la tradición idílica de proveniencia Europea. José María Arguedas contradice la idea de una irradiación de la creatividad desde un centro metropolitano a las regiones periféricas. La cual Abandona la relación centro/periferia, asumiendo otro punto de vista. Cada región y cada cultura es un foco de creatividad. La cultura andina no se subordina a otra cultura, sino todo lo contrario: se apropia de sus elementos y los transforma: ³Ocurrió lo que suele suceder cuando un pueblo de cultura de Alto nivel es dominado por otra: tiene la flexibilidad y poder suficiente como para defender su integridad y aun desarrollarla, mediante la toma de elementos libremente elegidos o impuestos. José María Arguedas concibe la relación entre las culturas como una ³superposición´. Este concepto aparece en los ensayos de Mariátegui y más tarde en los de Octavio Paz. La crítica no suele relacionar a Arguedas con Paz, pero ambos coinciden en temas fundamentales: la posibilidad de revivir la unidad originaria del universo (el ³eterno presente´ de Paz); el pensamiento Analógico; la superposición de distintas tradiciones culturales que se mantienen en convivencia dramática sin fusionarse. La coincidencia de ambos escritores también revela una relación Orgánica entre el ansia de armonía de illud tempus y la visión conflictiva de la convivencia multicultural. En México el estrato no moderno parece más oculto, mientras que en el Perú es visible. En los dos países la tradición indígena forma la base ± igual que en la arquitectura de los palacios cusqueños. El muro incaico del primer capítulo de Los ríos profundos no es un muro de Sacsayhuaman, sino el de una casa en que, sobre las piedras incaicas ondulantes como el río, posa el segundo piso geométrico de construcción colonial

domingo, 2 de junio de 2013

podcast Cesar Vallejo - José María Arguedas Poderato.com/nataly28

podcast Cesar Vallejo - José María Arguedas Poderato.com/nataly28

José María Arguedas

En su poesía, se enfrenta también Arguedas a otra dimensión clave de la

modernidad: el conocimiento, la ciencia, la filosofía, el pensamiento. El caso

más conocido es el del célebre poema “Huk doctorkunaman qayay”. Este llamado

a algunos doctores en modo alguno implica refugiarse en la “diferencia”

andina, sino por el contrario, formular una convocatoria, casi un enérgico

emplazamiento, al diálogo intercultural. La misma estrategia discursiva puede

apreciarse en un poema no incluido en

 

Katatay,14 dedicado a otro de esos “doctores

dialogantes”, Francisco Miró Quesada Cantuarias.

Incluso en un ámbito distinto, el de la religiosidad, no se refugió Arguedas

en una cosmovisión andina supuestamente incontaminada, sino que asumió

decididamente el diálogo intelectual con uno de los esfuerzos más serios de

renovación del pensamiento católico, la teología de la liberación que elaboró

Gustavo Gutiérrez.

En el campo del arte, su actitud es similar. En el poema “Iman Guayasamin”

expresa su admiración por el pintor ecuatoriano, que supo combinar en su

producción plástica la herencia andina con los más innovadores experimentos

formales de la vanguardia. Es ese mismo criterio el que motiva su profunda

admiración por César Vallejo, nuestro poeta nacional y universal, cuya obra, nutrida

por sus raíces andinas, incursiona en formas de experimentación poética

cuya audacia tiene pocos paralelos en la literatura mundial; así cobra todo su

sentido la contundente frase de Arguedas en

 

El zorro de arriba y el zorro de abajo:

“Vallejo es el principio y el fin”. En los diarios incluidos en esa misma novela

póstuma, valora desde similar perspectiva la obra de admirados escritores (y

amigos). Se trata de algunos de los que Ángel Rama llamará “narradores de la

transculturación”: un Juan Rulfo o un Joao Guimaraes Rosa, cuyas obras surgen

desde las trastierras mexicanas o desde el sertón brasileño, recurriendo a las

técnicas de avanzada de una nueva narrativa latinoamericana.